Nadando por la vida


Consejos, trucos y reflexiones de un recordman del mundo de natación
-Libro NO editado-
Publicación quincenal de capítulos en este blog

21 de diciembre de 2010

2. Natación y amor

La conocí cuando ella tenía once años, seis menos que yo, y fueron sus grandes ojos azules los que me llamaron la atención, unas características que han sido siempre las que he admirado en una mujer. Yo ayudaba en los cursillos de natación que organizaba mi club, y tenía a mi cargo uno de los grupos. No sé el por qué (misterios de la naturaleza), pero la simpatía entre ambos fue mutua, y empezamos a hablarnos cuando podíamos, cinco minutos antes de empezar el cursillo, o cinco minutos después, mientras se preparaba el siguiente.
Volvió al año siguiente, y ésta vez me las ingenié para tenerla en mi grupo, a pesar de que no era el adecuado para ella. Era el último grupo de la mañana, y aquello me permitía estar con ella el cuarto de hora que, después del cursillo, el club permitía a todos los cursillistas estar en la playa. Alguna vez me preguntaba a mi mismo si era normal que un chico, ya con 17 años, buscara la compañía de una “cría” de 12 años, pero la verdad es que, si en algunas ocasiones, yo no la buscaba, era ella quien me buscaba a mí.
Después del segundo cursillo, el club la admitió como nadadora, lo que facilitó nuestra amistad. Vivíamos lejos el uno del otro, y aquellos cinco años de edad que nos llevábamos de diferencia, eran un cierto obstáculo para nuestra relación, aunque algunas veces aquello no nos importaba, y, de manera tácita, sin decírnoslo, nos esperábamos a la puerta del club, para hacer juntos el corto trayecto que iba hasta la parada del tranvía, donde nos separábamos, y cada uno cogía el suyo. Nuestros paseos sirvieron para irnos conociendo; éramos diferentes, pero complementarios. A ella le gustaba hablar, y tenía fluida conversación aun con el tema más baladí. Yo, mucho más reservado, sabia escucharla, contentándome en mirarme en sus grandes ojos azules. En otras ocasiones, acabado el entrenamiento de los sábados y los domingos, hacíamos por encontrarnos en la playa del club, donde, aunque estuviéramos rodeados de una docena de amigos, sabíamos encontrarnos solos.
Conforme crecía, nuestra relación se iba fortaleciendo. Nos sentábamos juntos en el autocar que nos llevaba a alguna competición por los alrededores de Barcelona; la acompañaba hasta su casa siempre que podía, aunque después tuviera que andar algún quilómetro de más para llegar a la mía, y aunque nunca no nos dijimos nada sobre nuestra mutua atracción -supongo que sus escasos quince años nos lo impedía a ambos- pequeños detalles nos la manifestaban: un roce de nuestras manos, una sonrisa a distancia, unas palabras de ánimo cuando la competición, o los estudios, no iba como nosotros queríamos, incluso nuestros silencios estaban llenos de atracción, y no necesitábamos mucho más para mostrarnos felices.
Mi obligada incorporación al ejercito fue nuestro primer desengaño. Comenzó a llorar desconsoladamente cuando se lo comuniqué. Eran dos años los que tenía que pasar en aquel sitio (con el que yo no tenía nada que ver); dos años en los que no sabíamos si íbamos a vernos, puesto que los permisos en África iban muy caros, y no todos los destinados allí podían conseguir uno. Nos dimos nuestro primer beso, el primero durante cinco años, y lo sorbimos como si en ello nos fuera la vida, conscientes de que podía ser el primero y único.
Pasaron, efectivamente, casi dos años, más exactamente un año, once meses, y veinte días (contados uno a uno), antes de que volviéramos a vernos. Fueron cientos de cartas enviadas y recibidas, que nos daban cuenta de nuestras respectivas vidas, de nuestras ansias por volver a vernos, de las miserias de la vida castrense, que nos arrebataban unos maravillosos años de nuestras vidas.

Me reintegré (¡por fin!) a la vida civil, y mi decisión fue la de continuar dentro del mundo de la natación como entrenador. Me habían propuesto ir a un club de las afueras de Barcelona. Se lo comuniqué a ella, pidiéndole que viniera conmigo. Habló con sus padres, que se negaron a dejarla marchar. Como mi padre, ellos también eran del parecer que ser entrenador de natación no daba lo suficiente como para mantener una familia. Recordaré siempre nuestra despedida, en la playa del club un día brumoso del mes de diciembre, después de estar hablando, sentados en la húmeda arena durante dos horas, de aquellos siete años de nuestra relación; de la posibilidad de conseguir que nos permitieran estar juntos para siempre usando el método universal, el embarazo pre-matrimonial, aunque tuve la impresión de que ella no estaba totalmente convencida para unirse a un hombre cuya profesión, relativamente incierta, podía llevarlo de aquí para allá (como después he podido comprobar personalmente).
La vi alejarse para siempre, mientras las lágrimas nublaban mis ojos. Nunca he vuelto a sentir tanta pasión por una mujer, como la que sentí por aquella chiquilla. Me dejó una pequeña herida en el corazón, de aquellas que dejan huella para siempre. Mi profesión, efectivamente, me alejó para siempre de Barcelona. Volví a verla, cuarenta y tantos años después de nuestra despedida definitiva, cuando, solo por curiosidad, me acerqué a la tienda que tenía su padre en el casco antiguo de Barcelona. No sabía si todavía la tendrían, pero sí, allí estaban, ella y su hermana. La miré disimuladamente a través de los cristales del escaparate. Si por ella, como por mí, habían pasado los años, no habían pasado, en cambio, por sus ojos, aquellos ojos grandes y azules que me habían prendido totalmente. Los miré de nuevo, sintiendo como unas lágrimas acudían de nuevo a mis ojos; y luego me alejé de ella..., ahora sí, para siempre...

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