Alfredo Joven
Desde bien pequeño estuve relacionado con el agua, pero a los 16 años comencé, de manera más o menos formal, a enseñar a nadar. Mi relación con el medio casi siempre fue muy agradable, afectiva incluso, pero poco a poco descubres que no es así para todo el mundo. Recuerdo una vez -en un curso de verano- en el que vino una persona, un hombre de mediana edad; quería aprender a nadar. En principio eso era normal, el hecho extraño es que aquel cursillista no era de la zona, venía de bastante lejos para realizar el curso y, además, en aquel grupo era el único hombre. A principios de los años 80 todavía, en muchas localidades, lo de la natación para los adultos no estaba muy extendido. Ramón era el nombre de nuestro protagonista inscrito y decidido a aprender a nadar.
El primer día que lo tuvimos en clase apenas pudo familiarizarse, fue incapaz de meter medio cuerpo en el agua. Él quería pero aquello le repelía, lo veíamos sufrir y no pudimos resistir preguntarle por esa obsesión en el aprendizaje de la natación cuando era evidente que tenía mucho miedo al agua. Él respondía con frases como “he pasado por malas experiencias”, reconocía que el agua le daba miedo pero que era su obligación aprender, que en realidad era un compromiso y debía cumplirlo. Estas respuestas nos parecían extrañas pues su intención no era acceder al cuerpo de bomberos o de algún organismo o institución que tuviera como requisito superar pruebas de natación, por lo que era realmente sorprendente, intrigante e incluso preocupante cuando le veías casi llorando en el momento que intentaba soltarse del borde de la piscina. Yo le invitaba a salir y a descansar, y había ocasiones en las que padecíamos más los monitores que él mismo por no saber el motivo de su tristeza y de sus reacciones.
Un día decidimos intentar descubrir sus temores de otra manera, con otra estrategia y, al acabar la clase, le pedimos por favor si podía quedarse a echar un vistazo a unas ventanas de aluminio que teníamos, pues él era instalador de carpintería de aluminio. Aprovechamos el momento para -una vez fuera del recinto- entrar al problema. ¿Qué pasa Ramón? Y no nos digas cosas a medias, por favor queremos que te sientas bien... él, por fin, viendo que nosotros sufríamos nos dijo: me he propuesto que mis hijos aprendan a nadar y quiero enseñarles yo, pero primero debo superar mis miedos y mi propia historia.- ¿Tu historia?, preguntamos. Pues sí, respondió, cuando yo tenía seis años caí en el canal de mi pueblo jugando con mi hermano y él se tiró para salvarme y no sé cómo ocurrió pero él se ahogó y yo no.
A Ramón se le humedecían los ojos. Treinta años después se sentía culpable de algo que no tuvo que ver con él y siempre tuvo odio al agua hasta que tuvo hijos y pensó que aquello no podía volver a ocurrir. Su objetivo era aprender a nadar y sabiendo que podría estar cerca de sus hijos enseñarles correctamente y evitar una desgracia igual. El recuerdo de su hermano era el tormento, el trauma pero, también, el estímulo para ello.
Nosotros nos quedamos mudos, nos miramos y no supimos que decir. Finalmente, al día siguiente, le propusimos un horario diferente con un trabajo mucho más personal y, poco a poco, fue superando sus temores que se somatizaban profundamente en el agua. Al final del verano ya nadaba sólo y su actitud y carácter habían cambiado. A principios de septiembre nos dijo “creo que he vencido y me he reconciliado con el agua. También me he dado cuenta de que no soy el más indicado para enseñar a mis hijos y voy a llevarles donde estéis vosotros haciendo clase. Yo iré a jugar con ellos, pero ellos deben aprender con expertos”.
Y así fue, sus hijos, niño y niña, aprendieron aquel invierno e incluso la hija llegó a dedicarse durante algún tiempo a la natación de competición.
Lo veíamos cuando llevaba a su hija a nadar y siempre que podía nos recordaba su odio primario y posterior amor al agua. Como el amante despechado había querido volverle la espalda y después, con voluntad indomable, regresar y redescubrir aquello que había escondido bajo un grueso manto de dolor y de recuerdos tristes para descubrir la belleza y la sonrisa de sus propios hijos y poder jugar con ellos en el líquido elemento.
Si no chocamos contra la razón nunca llegaremos a nada.
Albert Einstein
El primer día que lo tuvimos en clase apenas pudo familiarizarse, fue incapaz de meter medio cuerpo en el agua. Él quería pero aquello le repelía, lo veíamos sufrir y no pudimos resistir preguntarle por esa obsesión en el aprendizaje de la natación cuando era evidente que tenía mucho miedo al agua. Él respondía con frases como “he pasado por malas experiencias”, reconocía que el agua le daba miedo pero que era su obligación aprender, que en realidad era un compromiso y debía cumplirlo. Estas respuestas nos parecían extrañas pues su intención no era acceder al cuerpo de bomberos o de algún organismo o institución que tuviera como requisito superar pruebas de natación, por lo que era realmente sorprendente, intrigante e incluso preocupante cuando le veías casi llorando en el momento que intentaba soltarse del borde de la piscina. Yo le invitaba a salir y a descansar, y había ocasiones en las que padecíamos más los monitores que él mismo por no saber el motivo de su tristeza y de sus reacciones.
Un día decidimos intentar descubrir sus temores de otra manera, con otra estrategia y, al acabar la clase, le pedimos por favor si podía quedarse a echar un vistazo a unas ventanas de aluminio que teníamos, pues él era instalador de carpintería de aluminio. Aprovechamos el momento para -una vez fuera del recinto- entrar al problema. ¿Qué pasa Ramón? Y no nos digas cosas a medias, por favor queremos que te sientas bien... él, por fin, viendo que nosotros sufríamos nos dijo: me he propuesto que mis hijos aprendan a nadar y quiero enseñarles yo, pero primero debo superar mis miedos y mi propia historia.- ¿Tu historia?, preguntamos. Pues sí, respondió, cuando yo tenía seis años caí en el canal de mi pueblo jugando con mi hermano y él se tiró para salvarme y no sé cómo ocurrió pero él se ahogó y yo no.
A Ramón se le humedecían los ojos. Treinta años después se sentía culpable de algo que no tuvo que ver con él y siempre tuvo odio al agua hasta que tuvo hijos y pensó que aquello no podía volver a ocurrir. Su objetivo era aprender a nadar y sabiendo que podría estar cerca de sus hijos enseñarles correctamente y evitar una desgracia igual. El recuerdo de su hermano era el tormento, el trauma pero, también, el estímulo para ello.
Nosotros nos quedamos mudos, nos miramos y no supimos que decir. Finalmente, al día siguiente, le propusimos un horario diferente con un trabajo mucho más personal y, poco a poco, fue superando sus temores que se somatizaban profundamente en el agua. Al final del verano ya nadaba sólo y su actitud y carácter habían cambiado. A principios de septiembre nos dijo “creo que he vencido y me he reconciliado con el agua. También me he dado cuenta de que no soy el más indicado para enseñar a mis hijos y voy a llevarles donde estéis vosotros haciendo clase. Yo iré a jugar con ellos, pero ellos deben aprender con expertos”.
Y así fue, sus hijos, niño y niña, aprendieron aquel invierno e incluso la hija llegó a dedicarse durante algún tiempo a la natación de competición.
Lo veíamos cuando llevaba a su hija a nadar y siempre que podía nos recordaba su odio primario y posterior amor al agua. Como el amante despechado había querido volverle la espalda y después, con voluntad indomable, regresar y redescubrir aquello que había escondido bajo un grueso manto de dolor y de recuerdos tristes para descubrir la belleza y la sonrisa de sus propios hijos y poder jugar con ellos en el líquido elemento.
Si no chocamos contra la razón nunca llegaremos a nada.
Albert Einstein